sábado, 25 de septiembre de 2010

La casa nueva


Mario me enseñó el piso, era grande bastante, metros cuadrados a porrón, el problema era que la mayor parte de ellos estaban ocupados por porquería, había muebles viejos, pilas de alfombras enrolladas, ropa, juegos de mesa, televisores, neveras, un mercadillo al completo, polvo en cantidad como para recubrir un par de desvanes. -Me lo quedo, dije mientras alzaba la vista para admirar la pila de cacharros sucios que se erguía en el fregadero de la cocina. No tenía otra opción, en pocos días empezaba a trabajar. - Por este precio no hay nada mejor compañero. – Sonreía el muy crápula.
¡Y hala!, a sacar la valija del coche, conté los viajes que hice, no más de diez, eso era lo que pesaba mi vida, bien liviana, ocupaba poco en mi diminuta habitación, lo apilé todo allí dentro sin limpiar, no había tiempo, lo arrojé sobre el polvo, sobre el recuerdo de los inquilinos anteriores, sobre sus pelos íntimos, sus bacterias me daban la bienvenida. Hay sitios en los que no caben limpiezas, hay ruinas que no admiten reconstrucción, que están destinadas a ser demolidas, necesitaría varias garrafas de lejía y un batallón de escobas para que aquello empezase a ser apto para la vida, para diluir un poco el olor a humanidades apretujadas, me fui resignando a ello, aún estaba cargado de determinación, de resignación…
Aquel primer día, una vez vaciado el coche, no me preocupé por nada más. El paso estaba dado, tenía casa y trabajo en Madrid. Todo lo que las personas necesitan, techo y sustento, yo pensaba que era diferente, que yo necesitaba menos, pero no era verdad, pensamos que somos diferentes, pero no es verdad, hay que desengañarse, todos somos iguales, curramos hasta deslomarnos, nos cansamos, nos deprimimos, nos agobiamos, lloramos, escupimos la pena, y nos consideramos bondadosos, justos, solidarios, no molestamos a nadie. Yo estaba allí como cualquier otra rata, como cualquier otro paria escondido en la ciudad, no era mejor ni peor. Decidí dejar de darle vueltas al asunto, esa es la mejor solución para todo, esa ya me la tenía yo bien aprendida.
Me metí en la cama bajo un muro de mantas, allí en mi trinchera traté de dejar de pensar, porque pensar es a la vez el mayor don y la mayor tortura del hombre, qué sería de nosotros si nos pasásemos pensando el día entero...
En la oscuridad miraba al techo, aquí estoy, me dije, para animarme un poco, has cambiado tu querida Asturias, tu paraíso, por esta ciudad inhóspita llena de gente desconocida a la que se la trae al pairo tu destino en particular y el de la humanidad en general. Míralo por el lado bueno… y seguí dándole vueltas y vueltas, y nunca encontraba ese lado bueno, lo dicho, mejor dejar de pensar...
Luego ya el sueño me iba agarrando, el gran salvavidas, la resurrección cotidiana. Pero entonces llegó Mario, su habitación pared con pared con la mía, encendió su televisor que estaba pegado al tabique de mi cama a un volumen inaceptable. Aguanté un tiempo, luego me levanté, y según iba girando la manilla noté como el volumen bajaba, el tío lo estaba haciendo adrede, así todo me acerqué. - Tío, ¿ puedes bajar la tele?. - Sí perdona, ahora me he dado cuenta. – Aún sostenía el mando en la mano. Y volví a la cama, mañana empezaba mi nueva vida en mi nuevo puesto de trabajo.

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